Ahora crucifican al
Señor, y junto a El a dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Entretanto Jesús dice:
—Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen (Lc XXIII,34).
Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario.
Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor
sereno y fuerte.
Con ademán de Sacerdote Eterno, sin padre ni
madre, sin genealogía (cfr. Heb VII,3), abre sus brazos a la humanidad entera.
Junto a los martillazos que enclavan a Jesús,
resuenan las palabras proféticas de la Escritura Santa:
han taladrado mis
manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran y contemplan
(Ps XXI,17-18).
—¡Pueblo mío! ¿Qué te hice o en qué te
he contristado?
¡Respóndeme!
(Mich VI,3).
Y
nosotros, rota el alma de dolor, decimos sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me
entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente,
siendo en las
encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la
corredención de la humanidad entera.
Puntos
de meditación:
1. Ya han cosido a Jesús al
madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la sentencia. El Señor ha
dejado hacer, con mansedumbre
infinita.
No era necesario tanto
tormento. El pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones,
aquellos malos tratos, aquel juicio
inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada... Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros,
¿no vamos a saber
corresponder?
Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con
un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero
procura que ese
llanto acabe en un propósito.
2. Amo tanto a Cristo en la Cruz,
que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios: ...Yo sufriendo, y
tú... cobarde. Yo amándote,
y tú olvidándome. Yo pidiéndote, y tú... negándome.
Yo, aquí, con gesto de Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que cabe por amor
tuyo...
y tú te quejas ante la menor incomprensión, ante la humillación más
pequeña...
3. ¡Qué hermosas esas cruces en la cumbre de los
montes, en lo alto de los grandes monumentos, en el pináculo de las
catedrales!...
Pero la Cruz hay que insertarla también en las entrañas del
mundo.
Jesús quiere ser levantado en alto, ahí: en el
ruido de las fábricas y de los talleres, en el silencio de las bibliotecas, en
el fragor de las calles,
en la quietud de los campos, en la intimidad de las
familias, en las asambleas, en los estadios... Allí donde un cristiano gaste su
vida
honradamente, debe poner con su amor la Cruz de Cristo, que atrae a Sí
todas las cosas.
4. Después de tantos años, aquel sacerdote hizo
un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero
trabajo:
operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla,
experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de
una
labor divina.
A Cristo también le costó esfuerzo la primera
Misa: la Cruz.
5. Antes de empezar a trabajar, pon sobre tu mesa
o junto a los útiles de tu labor, un crucifijo. De cuando en cuando, échale
una mirada...
Cuando llegue la fatiga, los ojos se te irán hacia Jesús, y
hallarás nueva fuerza para proseguir en tu empeño.
Porque ese crucifijo es más que el
retrato de una persona querida —los padres, los hijos, la mujer, la
novia...
—; El es todo: tu Padre, tu Hermano, tu Amigo, tu Dios, y el Amor de
tus amores.
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